En las guerras siempre hay ganadores y perdedores. No se puede ocultar. Se ve en las caras. Está en las fotos que llegan desde el frente. Está en la mirada extasiada de la niña que exhibe el poster del líder de Hezbolá desde el asiento de atrás de un auto. Está en las miradas vacías, de serena alegría, de soldados israelíes que se despiden del Líbano, especialmente en los ojos del pelado que alza el brazo y muestra dedos en v, como pidiendo un poco de paz. Está en el gesto desafiante del militante chiíta que flamea una bandera roja y amarilla sobre una pila de escombros en Beirut, como si fuera George W. Bush con casco de bombero y megáfono, arengando a la tropa sobre las ruinas humeantes de las Torres Gemelas.
Israel entró en guerra con el Líbano el 12 de julio con los siguientes objetivos: obtener la liberación de dos soldados capturados el día anterior, silenciar los Katiushas que lanzaba la guerrilla desde el otro lado de la frontera y, por añadidura, desarmar a Hezbolá. No logró ninguno.
Hezbolá entró a la guerra con los siguientes objetivos: provocar una invasión terrestre que legitime su accionar y resistir el ataque de Israel hasta lograr un cese del fuego pactado por la comunidad internacional. Los objetivos se cumplieron. Ahora el mundo tendrá que sentarse a negociar con Hezbolá.
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