Los depósitos de cadáveres de los hospitales de Gaza están saturados. Envueltos en sus sudarios blancos empapados de sangre, los cuerpos cubren todo el suelo de la morgue del hospital de Shifa. Algunos se encuentran intactos, pero la gran mayoría están deformados del modo más horrible, con los miembros torcidos en las posiciones más anti-naturales, con la cavidad torácica al descubierto, sin cabeza o con el cráneo destrozado. Los familiares esperan fuera para identificar y reclamar al hermano, al marido, al padre, a la madre, a la esposa, al hijo. Muchos de los que esperan turno han perdido a muchos familiares y seres queridos.
Hay sangre por todas partes. Los ordenanzas del hospital limpian con mangueras el suelo de los quirófanos, por los rincones se ven vendajes ensangrentados, y los heridos siguen llegando: cuerpos lacerados por la metralla, el fuego o las balas. Los médicos, exhaustos y en estado de sitio, trabajan día y noche, y cada vida que se salva es percibida como una victoria sobre la predominancia de la muerte
Las calles de Gaza están extrañamente silenciosas; el latido de la vida y el ritmo de los mercados, de los niños, de los pescadores que bajaban hasta el mar al amanecer han sido sustituidos por una atmósfera de incertidumbre, de aislamiento y de miedo.
Los residentes escuchan atentamente el ruido omnipresente de los aviones de vigilancia, de los F-16, de los tanques y de los apaches para tratar de adivinar dónde se producirá el siguiente ataque mortífero; a qué casa, qué escuela, que clínica, qué mezquita, qué edificio gubernamental o centro cívico dispararán a continuación y cómo apartarse antes de que suceda. Hay una aguda sensación de ausencia de lugares seguros; no hay refugio para los cuerpos vulnerables de los seres humanos. Esta conciencia es devastadora para los padres; saben que no hay forma de mantener a sus hijos en seguridad.
Mientras seguimos acompañando a las ambulancias y uniéndonos al personal paramédico palestino que arriesga diariamente su vida para responder a la llamada de quienes no tienen otro número donde llamar para salvaguardarla, nuestra existencia se reduce temporalmente y se concentra en los escasos y preciosos minutos que separan la vida de la muerte. Comienza una nueva batalla de la vida contra la muerte cada vez que entra una nueva llamada, recibida mientras nos desplazamos en ambulancias que recorren al amanecer calles rotas y silenciosas, llenas sólo de luces estridentes y del estrépito de las sirenas. Hemos aprendido el lenguaje de la guerra que los Israelíes infligen a la población cautiva de Gaza; hemos aprendido a distinguir los sonidos de los distintos tipos de armas que utilizan, a calcular el tiempo entre la caída del primer misil y la del inevitable segundo, disparado hacia quienes salen corriendo para atender y evacuar a los heridos, a reconocer las señales de las distintas armas químicas utilizadas en esta matanza, a superar la vulnerabilidad que se desprende inicialmente del reconocimiento de nuestra propia mortalidad.
Aunque muchas de las llamadas que recibimos no son para que recojamos heridos, sino muertos, la necesidad de dar a los muertos un entierro digno lleva a los paramédicos a afrontar la conciencia de que sus colegas y compañeros han sido blancos intencionados (trece han resultado muertos mientras evacuaban a los heridos, y catorce ambulancias han sido destruidas) y a proseguir su búsqueda de cuerpos destrozados para llevar a los muertos a sus familias.
Ayer por la noche, mientras estábamos sentados con los paramédicos en el campo de refugiados de Jabaliya, bebiendo té y escuchando sus relatos, recibimos una llamada pidiéndonos ayuda en las secuelas de un ataque con misiles. Cuando llegamos a los alrededores del campo donde se había producido el ataque, nos encontramos con que la zona estaba envuelta en nubes de polvo y llena de cables eléctricos rotos, bloques de cemento y tuberías abiertas echando agua a la calle. De entre una masa de sangre y miembros amputados, extrajimos el cuerpo de un hombre joven que tenía el pecho y la cara destrozados por la metralla, pero que aún seguía vivo. Estaba consciente y gemía.
Mientras la ambulancia lo trasladaba a toda velocidad en la frialdad de la noche, aplicamos presión en sus heridas; la sangre cálida que se filtraba a través de los vendajes nos decía que aún había vida en él. Como respuesta a mis preguntas, abrió los ojos, y volvió a cerrarlos al oír que Muhammud, un paramédico voluntario, le murmuraba una y otra vez "ayeesh, nufuss" (vive, respira). Perdió la conciencia cuando llegamos al hospital y pasó a los brazos de unos amigos que lo llevaron a la sala de urgencias. Se llama Majid; vivió y está recuperándose.
CRONICA COMPLETA AQUI
Soy libre... ...puedo elegir el banco que me exprima; la cadena de televisión que me embrutezca; la petrolera que me esquilme; la comida que me envenene; la red de telefonía que me time; el informador que me desinforme; y la opción política que me desilusione. Insisto: ...Soy libre.
17 enero 2009
Suscribirse a:
Entradas (Atom)